• 25 de abril de 2024

Estampas cotidianas. Adiós, Toledo (Hilario Barrero, Newcastle Ediciones)

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CARLOS ALCORTA

Hay libros que conviene empezar a leer por el final. Adiós, Toledo es uno de ellos. El motivo es doble, por un lado podemos leer en primer lugar el texto que justifica el libro —habrá quien considerará, y no le faltará razón, estos datos `rescindible— a cargo de María José Muñoz García, quien nos da información precisa sobre el origen de estos textos, que nacen de un encargo para el suplemento cultural del periódico ABC Artes & Letras de Castilla La Mancha, cabecera donde comienza a publica en 2012. Por otro lado, empezar por el final nos brinda la oportunidad de leer la última entrada, la que da título al conjunto de los textos, como preámbulo, sabiendo que esa despedida es, por fuerza, solo momentánea, porque Hilario Barrero (Toledo, 1946) nunca dejará, aunque viva en Brooklyn desde 1978, de ser un ciudadano de dicha ciudad, una vez que se ha logrado reconciliarse con los fantasmas del pasado. A lo largo de los años ha ido dando cuenta —entre muchos otros temas— de esa relación conflictiva y apasionada a partes iguales en sus numerosos diarios, eso sí, más centrados, como es lógico, en los avatares de su vida norteamericana. Incluso en su poesía —la prosa y la poesía de Barrero, como se puede comprobar en Tiempo y deseo. Poesía 1971-2021, recién publicado en la editorial Libros del Aire, muestran muchas similitudes—, la rememoración de la infancia y de la adolescencia es frecuente.

Lo primero que nos gustaría señalar de estos textos que transitan entre el barrio toledano de Santo Tomé, lugar de las correría infantiles —«Lejos de tu tierra la distancia embellece los recuerdos, difumina los rostros y hace las calles de tu barrio más pequeñas»—, hasta Prospect Park, lugar de paseos del jubilado —«Estar jubilado es tener el tiempo cambiado, sentir frío cuando no lo hace, notar temblores al llegar la noche, dormirse rodeado de sombras y fantasmas…»—, es su aliento poético. No estamos, sin embargo, hablando de poemas en prosa, pero ese aliento al que me refiero se hace explícito en frases como estas: «Hay días que Toledo es un olor a almendra amarga, un color analfabeto, una luz de acero destemplado […] Otros días, llega a mí como una puñalada damasquinada de muerte, mordisco plateresco en el arco reforzado de mi vida, mazapán de la infancia de mi barrio». El lirismo no escasea tampoco en frases que más que descripciones parecen greguerías: «Ladra la nieve temprana en el espinazo de un paraguas», «Luego la noche enérgica puso brea y alquitrán en la blusa luminosa de la nieve» o aforismos: «La oscuridad es una balsa de agua negra, pesada, con olor a plata caducada», «la ceniza solo es oro en manos de la muerte». Otro elemento no menos significativo de estas notas es el perfecto entramado discursivo, un entramado no solo semántico sino rítmico, como demos comprobar, y es un ejemplo tomado casi al azar, en esta frase: «La nieve, huésped silenciosa, amotinada en cordilleras de luz, comienza retirarse igual que ese retira el mar», que hace que de su lectura un auténtico placer. Muchos personajes literarios y artísticos pasan por estas páginas, pero, sin duda, en este sentido todos van a la zaga de El Greco. El pintor, como queda de manifiesto en estas páginas, forma parte de la educación sentimental de Hilario Barrero. Supone el principio de su inquietud intelectual, tan afirmada en los títulos que ha entregado a la imprenta y en los años de docencia, años que han llegado recientemente a su fin: «Tendré que cerrar libros y apuntes, dejar la tiza que se ablande con la humedad del olvido, borrar la pizarra y que venga la noche sobre ella», en la poesía y en su predilección por la música: «Tuve tres amores extra: la poesía, que me ha hecho la jornada más corta y luminosa, la ópera, que todavía me acompaña, y los maratones, de los que terminé siete». Uno se demoraría transcribiendo otros pasajes de este libro, de formato minúsculo, pero enorme por el placer inmenso que provoca su lectura. Es una pena que no se prolongue otras ciento cuenta páginas más.

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Carlos Alcorta

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