Un western crepuscular
Por Kilian Cruz-Dunne
Uno de los aspectos más hermosos que proporciona la posibilidad de escribir sobre el séptimo arte es poder hablar del género que a uno más le gusta, el western o la relación privilegiada que une a los hombres con la tierra, y sobre las películas que más le apasionan. En este caso, a raíz de su cincuentenario, ‘Cimarrón’, del director Anthony Mann, que a su vez es una nueva versión de ‘Los pioneros del Oeste’ (1931), del ahora desconocido Wesley Ruggles.
Rodada el mismo que año que otras obras maestras (‘Los que no perdonan’, de John Huston; ‘Los siete magníficos’, de John Sturges; ‘Estación comanche’, de Budd Boetticher), la película adapta la novela homónima de Edna Ferber (a quien también debemos un retrato amargo y corrosivo de la sociedad texana en ‘Gigante’, 1950, entre otras muchas novelas adaptadas al cine) y traza el retrato de Temple Houston, aventurero y abogado, que en el filme adopta el nombre de Yancey Cravat y es interpretado por el gran actor Glenn Ford.
Ubicada en un tiempo (1958-1960) en la que la televisión era ya una amenaza firme para el cine y en un momento donde apareció una nueva hornada de realizadores de western (Robert Aldrich, Delmer Daves, Nicholas Ray, Sam Peckinpah, Samuel Fuller…), ‘Cimarrón’ escenifica cómo Norteamérica se construyó sobre una doble extinción, la de los indios y la frontera. La frontera como lugar mítico en el que termina la civilización (representada en el filme por el papel de la esposa Sabre / María Schell) y comienza el salvaje Oeste, pero también como lugar en movimiento cuya conquista certifica el fin del paraíso perdido.
En ‘Cimarrón’ los códigos del género no se reinventan sino que se aplican con disciplina: la geografía, encuadrada en color, es el paisaje (siluetas de montañas, cielos límpidos) y conforma una frontera que primero es física, después legal y, finalmente, moral. Esta transición construye lo que los historiadores denominan un western adulto, aquel en el que la historia se muestra desde una perspectiva más realista y busca paralelismo con la contemporánea (ahí está el problema racial con los indios, en la última parte del filme) con una apuesta por los derechos sociales y civiles.
Pero si algo me fascina de ‘Cimarrón’ es la identificación con el héroe protagonista, decididamente manniano, un hombre normal y corriente que busca constantemente su identidad, aun a costa de su relación familiar. Un soberbio Glenn Ford encarna al pionero por antonomasia, a un héroe psicológicamente más complejo que el cowboy que suele protagonizar los western y que ejemplifica cómo la conquista del nuevo Shangri-La representa el fruto de un doloroso y trágico recorrido personal.
Aun a pesar de todo lo dicho, esta obra de Anthony Mann, rodada entre ‘Espartaco’ y ‘El Cid’, fue un rotundo fracaso de taquilla, a pesar de ser uno de los proyectos más ambiciosos de Metro Goldwyn Mayer en cuanto a presupuesto y que quería hacer con Oklahoma lo que hizo la película ‘Gigante’ con Texas en 1956. Parte de culpa fue la salvaje poda que la productora hizo en el metraje, quitando de en medio a personajes clave de la novela, y que dividió, como nos recuerda el crítico Ángel Comas, a la película en dos mitades irreconciliables: una primera, la mejor, donde destaca la carrera de los pioneros en busca de un trozo de tierra para su futuro y una segunda, donde personajes varios aparecen y desaparecen sin ton ni son.
Siguiendo la estela de otras muchas obras que contaron las vicisitudes de los pioneros en la conquista del Oeste (‘La caravana de Oregón’, 1923; ‘El viento’, 1928; ‘Caravana de paz’, 1950; ‘Horizontes lejanos’, 1952), esta cinta de Anthony Mann es una fallida representación de que el coraje, la amistad, la creencia en un objetivo compartido permite al protagonista alcanzar la anunciada tierra prometida, Oklahoma. Por encima de todo ello, ‘Cimarron’ hace honor a las palabras que el director dedicó al género: «El western es el género más popular y el que permite introducir en la acción pasiones y violencia con más libertad. Del western nace sobretodo el mito, y es el mito el que da el mejor cine».
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